ROMA, 29 de agosto (apro).- “Desde el 8 de agosto de 2007 me encuentro presa en Italia. Venía de México y me detuvieron en el aeropuerto de Fiumicino, en Roma. Como traía medio kilo de coca me dieron cinco años de cárcel”.
María –joven mexicana de 28 años— cuenta al reportero su historia desde la prisión de Civitavecchia, conocida también como “Casa Circondariale”.
Su nombre es ficticio. Ella pidió cambiarlo con el propósito de, dice, evitarle a su familia en México eventuales represalias.
Su caso es similar al de varios mexicanos detenidos en cárceles italianas y quienes por necesidad o ignorancia son usados como “carnada” por las redes del narcotráfico.
La Casa Circondariale
–Sus documentos –solicitó el guardia de la Casa Circondariale al reportero.
Los revisó, abrió el portón y, con voz metálica, ordenó: “Póngase este gafete y vaya a aquel edificio con la puerta abierta que se ve al final de la explanada”.
Casa Circondariale es un enorme y moderno complejo urbano construido en lo alto de una pequeña colina localizada a 80 kilómetros de Roma. Su aspecto de prisión es inconfundible.
El reportero pudo acceder a su interior y entrevistar a María después de que obtuvo una carta de autorización firmada por un juez del Tribunal Penal de Roma. El trámite duró dos meses.
En el edificio de visitas, otro guardia ordenó: “Meta todas sus cosas en uno de estos casilleros y guarde la llave. También guarde la grabadora. En su solicitud no especificó que entraría con ella. Esto, entiéndame –agregó casi disculpándose–, es una cárcel”.
La jefa de custodias –una mujer alta, robusta y con cara de pocos amigos– que había llegado poco antes, tomó la grabadora y, sin decir una palabra, se la llevó a la oficina del director. Diez minutos después regresó con la autorización.
“Sígame”, dijo la mujer. Abrió el primero de tres portones. “Civitavecchia es una de las ciudades más calientes de Italia. Ayer hubo 40 grados con 80 por ciento de humedad”, comentó mientras caminábamos por una gran explanada ubicada dentro del presidio.
¡Vacaciones en Italia!
El cuarto de visitas era austero: paredes desnudas, una mesa y dos sillas. María apareció. Vestía pantalones de mezclilla y una camisa sin mangas. Es una mujer de baja estatura, menuda, tímida. No parecía en modo alguno una “narcotraficante”.
Inició su relato:
“Mi desgracia comenzó hace casi un año, un día que fui al centro (de la ciudad de México) con mi amiga Rosa (nombre también ficticio). Íbamos por donde está el Palacio Legislativo, donde hay tiendas que compran anillos. Pensábamos que en una de esas tiendas podíamos conseguir trabajo.
“Un muchacho, que seguramente nos había visto dar vueltas en esa zona, nos preguntó qué calle buscábamos. ‘Trabajo es lo que buscamos’, le respondí”.
Para sorpresa de María y Rosa, el muchacho les ofreció empleo:
“La onda es así: me llevan unas cosas a Italia y, de paso, se echan una semanita de vacaciones en Roma”.
De extracción humilde, María sólo cursó la primaria. Había perdido el empleo. Tenía deudas y la responsabilidad de mantener a sus cuatro hijos de padres diferentes.
–¿Y cuánto nos va a pagar? –preguntó María al muchacho.
–Treinta mil pesos a cada una y ¡todos los gastos del viaje!” respondió el tipo.
María hizo cuentas. Con ese dinero no sólo pagaría sus deudas, sino que cambiaría radicalmente su vida.
Ella y su amiga aceptaron.
“No quiero culpar a nadie. Yo acepté esto por necesidad. Tengo cuatro hijos y no tenía trabajo. La situación de México es terrible. Pagan muy poco y no me alcanzaba para mantener a mis hijos. Ahora, lo que necesito, es ayudar a mi madre porque es la que está con ellos”, dice María.
“Allá, donde está el legislativo”, fue la primera y última vez que vieron al “peón” que las enroló. Les pidió los números de sus celulares. Les anunció que, a partir de ese momento, todos los contactos serían por teléfono. Pocos días después, los narcos comenzaron a llamarlas. Nunca supieron quienes estaban detrás de ello porque tanto la preparación como las instrucciones del viaje fueron por teléfono. Está segura que la voz que escuchaban era de diferentes personas.
La entrega de los paquetes fue muy rápida y misteriosa: “Nos citaron en un hotel, creo de la colonia Obregón. Apenas entramos, el encargado de la administración nos dio una llave con el número de una habitación”, señala.
Cuenta que cuando ella y su amiga abrieron la puerta de la habitación encontraron dentro a unas personas encapuchadas.
–Esto es lo que van a llevar, pero no hagan preguntas –les dijeron. Y trataron de calmarlas porque, recuerda María, “nos habíamos asustado”.
Los paquetes de droga estaban en la cintura de una especie de chalecos, que los mismos encapuchados les enseñaron a ponerse y quitarse porque “la operación no era una cosa tan fácil”, dice.
Poco después les hicieron saber que el contacto italiano las reconocería por la manera como irían vestidas: pants, playera blanca y una chamarra negra. Esta persona, precisaron los encapuchados, las recibirían en el aeropuerto con un cartel que diría “Bienvenidas”. Las acompañarían en un automóvil al lugar “donde entregaríamos la mercancía”.
“Estos son los boletos del avión; las contactaremos en Cancún”, les dijo uno de los encapuchados.
–¿Y los 30 mil pesos? –preguntó ella.
–Se los daremos cuando regresen a México –le contestaron.
Al final, “nos quedamos como el perro de las dos tortas”, comenta María.
Conforme a las instrucciones que recibieron, viajaron a Cancún y de allí tomaron el vuelo a Roma. María afirma que ni ella ni Rosa sabían lo que llevaban. Sostiene que ambas creían que era dinero o pasaportes. “Hasta que nos detuvieron (en el aeropuerto de Roma) y abrieron los paquetes, supimos que estaban llenos de coca. Juro que de haber sabido lo que llevábamos, no nos hubiéramos arriesgado”, asegura María. En su rostro se palpa la vergüenza. Baja la vista y la detiene en el piso.
Cinco años de cárcel
María dice que ocultó a su madre lo que iba a hacer. El mismo día de su partida le dio dinero “que sabía que no iba a alcanzar ni para un mes de gasto”. Le anunció que estaría fuera de casa durante una semana.
–Mamá, voy a hacer un viaje.
–¿A dónde vas?
–Voy a hacer un viaje. Nuestra vida va a cambiar, madre, pero no me pregunte nada.
–Pero hija, ¿qué vas a hacer?
–No insista que no le diré nada. Le encargo a mis hijos, pero usted no se preocupe. Cuando vuelva, nuestra vida cambiará. Pondremos un negocio.
Se despidió de ella y de sus hijos y se fue.
Los ojos de María se inundan. Solloza.
“Mi madre estaba desesperada. Tres meses sin saber de mí. Pensaba que yo estaba muerta porque desde que nos arrestaron no nos dejaron hacer ninguna llamada. Supo que estaba en esta cárcel el 4 de octubre, el día de su cumpleaños. Fue un golpe muy duro”, comenta.
La madre se enteró de la situación de su hija por una carta certificada que María le envió gracias al dinero que le prestó una reclusa amiga suya.
Cuando María y Rosa llegaron al aeropuerto de Fiumicino, no pasaron de las ventanillas de migración.
–¿De donde vienen? –les preguntó el oficial.
–De México; venimos de vacaciones –contestaron.
No les creyeron. Las llevaron a una oficina de migración. Allí, “al revisarnos, nos encontraron la droga que traíamos en la panza. A partir del arresto, todo fue muy duro”.
Cuenta que en la oficina de migración había otros dos mexicanos detenidos por la misma causa: llevaban droga. Habían viajado en el mismo avión, pero ellas no los conocían.
“He oído que hay más mexicanos, hombres y mujeres, en cárceles italianas, pero deben estar en otros Centri circondariali, como mi amiga Rosa”, dijo María, a quien hace unos meses el Tribunal penal de Roma condenó a cinco años de reclusión.
El abogado de oficio que la defiende apelará la sentencia en el mes de septiembre. Si consigue modificar el fundamento jurídico del delito, podría reducir la sentencia y María podría regresar a México en uno o dos años.
En espera de esa buena noticia, María trabaja duro. Barre, trapea, limpia los baños y ayuda a las cocineras de la cárcel de Civitavecchia.
No gana mucho, pero logra enviar a su madre unos dos mil pesos mensuales. “Espero que le sirvan para comprarle comida a mis hijos”, dice.
Pese a su desgracia, María mira las cosas de manera positiva. Dice: “Doy gracias a Dios por haber sido arrestada en Italia. Me han dicho que en España lo mínimo que dan por tráfico de droga son nueve años. De México ni hablar. Ahí las cárceles son para llorar; son cárceles, cárceles”.
Antes de que la jefa de custodias anunciara que el tiempo de la visita ha concluido, María reflexiona: “Fueron la ignorancia, mis necesidades y mi mala cabeza lo que me trajo a la cárcel. Si, sobre todo la necesidad”.
(texto tomado de proceso.com)