Las renuncias: ¿y con eso basta?

 

Humberto Musacchio

Como se esperaba, el presidente de la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal, Emilio Álvarez Icaza, presentó un informe que resulta un gran fresco de la corrupción, ineficiencia, prejuicios, abuso sistemático contra los ciudadanos, brutalidad y transgresiones legales constantes y generalizadas con que actúan los cuerpos policíacos.

El informe se refiere únicamente a la Ciudad de México, pero salvo prueba por conocer, lo ofrecido por el ombudsman capitalino es perfectamente aplicable a las corporaciones policíacas de los estados, al Ministerio Público y a las procuradurías “de justicia” de todo el país. Lo ofrecido por Álvarez Icaza ilustra que en México los órganos de prevención del delito no funcionan o lo hacen muy mal y que la procuración de justicia es cualquier cosa menos eso, procuración de justicia.

No lo dijo el presidente de la CDHDF, pero lo sabemos muchos mexicanos: que la actuación abusiva e ilegal de quienes deben prevenir y perseguir el delito se genera, apoya y preserva en un sistema de impartición de justicia corrupto, lento y solapador de las violaciones de la legalidad, lo que deja a los ciudadanos en la más alarmante indefensión.

Las renuncias del procurador y el secretario de Seguridad Pública eran esperadas. Constituían una necesidad política, sobre todo debido al coro formado por el PRI y el PAN, que olió sangre y empezó a salivar. Ebrard tenía que proceder como lo hizo, pues quien está en la cúspide siempre tratará de descargar en sus subordinados la responsabilidad.

En el caso del ex procurador Rodolfo Félix Cárdenas parece más que justificado que deje un cargo para el que no estaba capacitado. Por comisión o por omisión, pero ese funcionario mucho tuvo que ver en la liberación de Carlos Ahumada, el delincuente argentino que fue instrumento del desafuero de Andrés Manuel López Obrador. Ahora, su proceder faccioso e irregular ameritaba el cese.

Menos justificada parece la salida de Joel Ortega de la Secretaría de Seguridad Pública, pues ha sido un funcionario hasta donde se sabe honesto y, como consta a los capitalinos, dedicado, pues solía prestar al servicio muchas más horas de las exigibles. Ortega Cuevas se esforzó por reglamentar los procederes del personal a sus órdenes y por imponer orden en un cuerpo poco profesional. Su pecado, en todo caso, fue persistir en la aplicación de los llamados operativos, que son violatorios de las garantías individuales, pues en ellos la policía maltrata a los ciudadanos, efectúa detenciones sin la orden respetiva y pone a las personas ante riesgos innecesarios, como lo vimos en el caso del News Divine, todo con resultados frustrantes, pues no se enfocan las baterías contra los delincuentes, sino se procede en forma indiscriminada contra cualquier persona que se halle en el lugar.

Lo ocurrido en el News Divine muestra que los aparatos de prevención y persecución del delito se guían por una cultura que ve en cada ciudadano a un enemigo, a un delincuente. Priva en ellos un arraigado rencor social, pues se saben despreciados por la sociedad a la que deben defender y hasta por los políticos que los necesitan.

La policía en todas partes es corruptible y con frecuencia no se advierten los límites entre su actuación y la de los criminales. Le toca actuar en el subsuelo de la sociedad, para la cual, si todo sale bien, se entiende apenas como labor cumplida, pero si algo resulta mal, entonces vienen los desgarramientos de vestiduras.

Lo sucedido en la discoteca tiene responsables directos que deberán pagar por lo ocurrido. Pero mucho nos tememos que se querrá dejar ahí el asunto y limitar los daños a un cambio de jefes. Sin embargo, nada garantiza que los recién llegados sean más eficientes. Es más: ante el deterioro de las condiciones económicas, la carestía y la crisis que ya está en curso, los que llegan afrontarán un cuadro delictivo más extendido al que tendrán que responder con los mismos elementos técnicos y humanos.

Pero lo cierto es que urge revalorar socialmente la función policíaca. En Estados Unidos abundan los programas de televisión que muestran como héroes a los policías. Aquí, uniformados y judiciales apenas si merecen el dudoso honor de la caricatura. Si nuestros policías no son apreciados y respetados, no será posible revertir la actual relación entre los representantes de la ley y las otras personas.

Un cambio radical de comportamiento pasa necesariamente por la capacitación técnica y física de nuestros policías, por sistemas de admisión, control y promoción adecuados —actualmente no existen, cualquier psicópata puede ser policía, los sistemas de vigilancia interna no los vemos y se promueve a quienes no necesariamente son aptos para el mando—. Pero ninguna medida servirá, insistamos, mientras no mejoren drásticamente las condiciones de vida de los policías y sus familiares, al extremo de hacer deseable la carrera policíaca y convertir el hogar de los uniformados y de los judiciales en el mejor vigilante de la honestidad y el correcto proceder de quienes deben ser nuestros protectores. hum_mus@hotmail.com

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