Alerta Periodística

México, secuestrado por la inseguridad

Secuestro

 

José Rubinstein

Se requiere ser padres para comprender que existe algo más preciado que la propia vida, la de los hijos.

Limitados son los sucesos capaces de conmover y sensibilizar a una escéptica sociedad provista ya de aislantes corazas que alejan a unos de otros.

El perverso delito del secuestro en el que cobardes y amorales buscadores de fortuna fácil retienen en circunstancias infrahumanas a aleatorios rehenes ha ido creciendo exponencialmente en nuestro país, principalmente por causas imputables a un deficiente sistema de justicia.

Ante la siempre presente posibilidad de ser secuestrados, gente de dinero y poder, durante los últimos tiempos han desarrollado la industria de las “escoltas”. Basta observar frente a la acera de los principales hoteles de la ciudad —donde, por cierto, se han instalado los más concurridos y seguros restaurantes— la interminable fila de automóviles negros —muchos, blindados— y, desde luego, los grupos de trajeados “guaruras” observantes de los movimientos del patrón.

Probablemente la perspectiva del tiempo, más que el día a día, nos refleja con mayor claridad las drásticas adecuaciones adoptadas para protegernos de la inseguridad y así continuar aparentando que seguimos en nuestra otrora desenfadada cotidianidad.

En 2007 se denunciaron 438 secuestros, incremento de 35% con respecto al año anterior. La entidad donde más secuestros se producen es el Distrito Federal.

Pregunta obligada: ¿Cuál sería nuestra realidad sin el ejército de escoltas contratados por ciudadanos que se consideran vulnerables y absorben el respectivo costo?

A las víctimas del secuestro y a sus allegados no les interesa si investigar el agravio sufrido es competencia del ámbito local o del federal ni el grado de comunicación y coordinación entre las varias corporaciones policiacas ni el marcador en la desatada guerra contra la delincuencia.

La indignada ciudadanía, como hijos de divorciados, continúa resintiendo la pésima relación del Gobierno del DF con el federal.

Mientras Ebrard y Calderón intercambian argumentos y reproches, el tiempo avanza, la inseguridad rebasa toda proporción y el tejido social se desmadeja.

Es momento, incluso por su sobrevivencia política, de que Ebrard abandone la caprichosa posición de ignorar a quien constitucionalmente preside a México. La íntima colaboración entre gobiernos es esencial para combatir con resultados a la incrustada delincuencia.

Ciertas actividades supuestamente sólo pueden ejercerse con vocación y mística de servicio. El infantil argumento de que los policías son los buenos y los rateros son los malos se desvanece ante la traumática realidad en la que constatamos que el núcleo cerebral del absurdamente llamado crimen organizado proviene de los mismísimos escritorios de las distintas corporaciones policiacas. ¡Mandos policiacos que dirigen a bandas de secuestradores!

El secuestro y el asesinato de Fernando Martí, de apenas 14 años de edad, y de su chofer, ha penetrado hasta los poros de una indignada y triste comunidad que reconoce que ningún ¡ya basta! será suficiente para enfrentar a una invisible horda de parias que se materializa en el momento más inesperado.

Este caso transgrede los límites de la ambición. Los delincuentes recibieron el rescate acordado y a pesar de ello dispusieron de vidas inocentes. Y, no satisfechos, como muestra de diabólico humor negro, abandonaron dentro de un auto robado a los dos ayudantes, creyéndolos a ambos muertos, junto con un crisantemo, para que no quedara duda de que se trata del prestigiado Grupo de la Flor. Milagrosamente —apenas se supo— el escolta permanecía con vida. Hubieron de transcurrir interminables semanas hasta encontrar a Fernando.

El pináculo del asombro y del asco es que el probable jefe del grupo de secuestradores sea un comandante de la Policía Judicial del Distrito Federal, hasta hace poco adscrito a la Fiscalía para la Seguridad de Personas. En total son investigados 14 judiciales del Gobierno del DF bajo sospecha de estar involucrados en el referido drama.

Tan arraigados están los “malos” que es difícil priorizar acciones correctivas. ¿Por dónde empezar?, ¿hasta dónde cortar cabezas?, ¿cómo garantizar la honestidad de los sucesores?

Alejandro Martí es un hombre de familia y de trabajo. Un hombre de bien. No existen palabras suficientes para reconfortarlo, al igual que a la compañera de su vida. Su alma se la rompieron unas bestias sueltas que ni siquiera fueron provocadas. La vida de su hijo Fernando, quien adoraba la música, terminó siendo una sinfonía inconclusa.

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