Miguel Ángel Granados Chapa
Plaza Pública
En sólo una semana, decenas de muertos en ciudades importantes de Sinaloa muestran una vez más cómo la muerte violenta se pasea por las calles de ciudades sinaloenses a despecho de la reforzada presencia federal. No es que sea enteramente ineficaz la actividad castrense: el sábado miembros del Ejército detuvieron a ocho presuntos miembros de la banda de los Beltrán Leyva y aseguraron un arsenal tan bien surtido que incluía un lanzacohetes antitanque. Asimismo, en el municipio serrano de San Pedro de la Cueva, militares detuvieron siete personas más con su armamento, al apoderase de un rancho dotado de una pista de aterrizaje clandestina.
Sin embargo, la presencia militar y de la Policía Federal (como se empeña en llamar el gobierno a la cruza de la AFI y la PFP) es a todas luces insuficiente. Las mafias delincuenciales gozan de una libertad de movimientos que no es inhibida en lo mínimo por las maniobras castrenses y policíacas presuntamente destinadas a detener la oleada de violencia que asuela a Sinaloa y que priva de la vida no sólo a miembros de las narcobandas sino a agentes de la autoridad y personas inocentes.
Lo que ocurre actualmente en Sinaloa es una lección para la sociedad en general y para las autoridades. De manera vaga pero inequívoca ha ganado espacio en amplias porciones de la opinión pública la torcida impresión de que, en último término, no está mal que los delincuentes \”se maten entre sí\” porque de ese modo se cortan ramas del mal, aunque no su tronco ni su raíz. Éticamente es insostenible una posición de ese alcance, por lo cual no es fácil encontrar que se la exprese con toda crudeza. Pero prácticamente es torpe sugerir de ese modo lenidad contra la violencia criminal, o simplemente alzar los hombros frente a los ajustes de cuentas entre bandas delincuenciales, porque es imposible que los ataques armados que esos grupos protagonicen no produzcan daños en otras personas que por azar se encuentran en el lugar de un enfrentamiento. Todo asesinato debe ser perseguido y castigados sus autores, quienesquiera que sean las víctimas. Menos que nunca en este ámbito hay que propiciar o dispensar la lenidad social.
Asimismo es preciso precavernos contra el falso optimismo difundido por los gobiernos federal y local, que se expresa no sólo mintiendo (vamos ganando la batalla contra el crimen organizado) sino asegurando que ciertas acciones delincuenciales son respuesta a los golpes que la Federación asesta a la delincuencia, como se dijo apenas el viernes en la reunión del gabinete federal de seguridad ante los asesinatos ocurridos en la víspera en Sinaloa. El combate a fondo contra ese cáncer requiere un permanente ejercicio de la verdad y un despliegue de técnicas que vayan más allá de la reacción tardía ante hechos repudiables.
Las propias autoridades han sido víctimas de su insuficiencia. El 26 de mayo fueron asesinados ocho agentes de la Policía Federal, a los que una llamada anónima atrajo a una casa de seguridad donde fueron recibidos a balazos. Se trataba, según se comprobó por desgracia mientras los hechos ocurrían, de una provocación, de una trampa en que la autoridad cayó por carecer de instrumentos de información (de inteligencia les llaman, en una expresión equívoca porque a menudo se demuestra carencia de ella) que hubieran permitido precisar el carácter y el alcance de la llamada.
Incapaces de protegerse a sí mismos, los militares y policías lo son también para impedir el libre tránsito y la libre acción de las bandas armadas. El jueves 10 una de ellas produjo una balacera en un taller de hojalatería y pintura en Culiacán. El saldo fue de 11 muertos, entre ellos dos profesores de la Universidad autónoma de esa entidad. Murió también un menor. El resto de las víctimas eran empleados del taller. Es probable que los autores del feroz atentado sean los detenidos el sábado, a quienes nos referimos al comienzo de esta columna, pero no es una verdad establecida y mientras no se la confirme puede ocurrir que los agresores queden, como es usual en esos casos, en la impunidad.
Esa misma libertad de tránsito y de acción permitió un enfrentamiento a tiros, 48 horas después del atentado referido líneas arriba, en otra colonia de Culiacán. Durante 15 minutos, una banda que en 10 vehículos hizo llegar al sitio hasta a 40 tiradores atacó con bazucas una casa de seguridad de un grupo rival. Fueron encontrados mil casquillos. Media hora después del intenso tiroteo llegaron al lugar militares y policías que pudieron tomar la casa objeto del ataque, abandonada por sus ocupantes. El mismo sábado, en Mazatlán, un grupo de matones, tras asesinar a un policía preventivo estatal, tomó a 40 personas como rehenes, que fueron liberadas sólo cuando se proporcionó a los delincuentes un vehículo para huir. Mientras ocurría el secuestro arribaron al lugar policías y militares pero, según un testigo, \”las personas estaban en riesgo y ellos no hacían nada\”.
El hecho más cruel de la oleada de terror sinaloense ocurrió en Guamúchil, al cabo de una fiesta de 15 años que tuvo un trágico desenlace. La familia y amigos de la festejada se retiraban en cuatro vehículos cuando fueron atacados por asesinos que les dispararon hasta 300 balazos. Murieron así ocho personas, entre ellas una niña de 12 años. En la madrugada de este lunes, en la colonia 10 de mayo de Culiacán ocurrió durante una hora un enfrentamiento a tiros, con granadas y bombas molotov. \”Ni policía ni Ejército acuden al llamado de los vecinos\” (Noroeste, 14 de julio).
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