Una tragedia y una catástrofe

José Elías Romero

Existe la sensación de que las instituciones de seguridad se están desmoronando. Que están aturdidas y aterradas. Se volvieron destinatarias de la desconfianza, la decepción, el rencor, el odio, el desprecio y la burla de un pueblo.

Para Jorge Fernández Menéndez, otra vez dolido.

Hace una semana los mexicanos tuvimos noticia de un crimen imperdonable y repugnante. Eso representa, por sí solo, una tragedia y una catástrofe. Es una tragedia para la familia del niño asesinado, hoy sumergida en el más grande dolor. Y una catástrofe para la sociedad entera, desde hace mucho hundida en la más profunda indignación.

Una sola muerte es mucho. Pero, días después, Excelsior nos informó que van 59 secuestrados asesinados en los 20 meses de este sexenio.

Una tragedia, a diferencia de una catástrofe, es irremediable e irreparable. Ese repudio hacia lo invencible, producido por la pérdida del ser querido y, sobre todo, si éste se encuentra en el inicio de la vida, tiene una descripción muy ejemplar en alguna dramática y elocuente crónica latina.

Se dice que lloraba Séneca, incontenible y desgarradoramente, la muerte de su joven hijo. Su gran mansión estaba llena de amigos, discípulos y seguidores. Nada ni nadie podía consolarlo en lo mínimo.

Entonces llegó el mismísimo emperador de los romanos, angustiado también de saber el estado de postración extrema en el que se encontraba un amigo para él tan querido. Cuando supo de la presencia tan insigne, el doliente trató de sobreponerse para saludarlo y recibirlo. Así quedaron, frente a frente, el amo del conocimiento latino, Lucio Anneo Séneca, conocido por todos como El Sabio, y el dueño del mundo, Claudio César Tiberio, también llamado El Divino.

Para invitarlo a la serenidad y al consuelo, hizo el César una proposición lógica de pragmatismo irrebatible. Dijo: “Lucio Anneo, ya no llores porque con llorar no vas a remediar nada”. A esto, el filósofo contestó con una lógica superior: “Por eso lloro, Divino. Porque no puedo remediar nada”.

Cuenta la crónica que, después de esto, ni ellos ni nadie más dijeron una sola palabra. El César comprendió de inmediato. Abrazó la cabeza de su amigo contra su pecho, como si fuera la de un niño, y los dos lloraron juntos hasta que sobrevino el consuelo.

Frente a lo irremediable de la muerte, sólo el recuerdo, la verdadera herencia de la vida, es lo único que puede llevarnos al consuelo.

Pero, a diferencia de la tragedia, la catástrofe en ocasiones sí tiene recuperación o reparación. Por eso la estamos exigiendo. No podemos contentarnos con el simple discurso político. Existe la sensación de que las instituciones de seguridad se están desmoronando. Que están aturdidas y aterradas. Que se volvieron destinatarias de la desconfianza, la decepción, el rencor, el odio, el desprecio y la burla de todo un pueblo.

Por eso hoy nos impacienta que las instituciones se encuentren comprometidas en grescas que mucho perjudican a la seguridad pública. El precio que la sociedad mexicana ha tenido que pagar por esas camorras ha sido más que caro. Recordaré tan sólo dos sucesos, a guisa de ejemplo.

La seguridad pública en la capital del país se deterioró a partir de un pleito entre policías judiciales y no fue restaurada aunque la trifulca concluyera. Sobre todo, por cómo se hizo la paz.

Resulta que hace años un grupo de agentes judiciales federales fue acusado de delitos sexuales cometidos en contra de mujeres del sur de la ciudad. El procedimiento correspondía a la autoridad capitalina y eso enfrentó primero a las corporaciones, después a las instituciones y, por último, hasta a sus más altos jefes. En cualquier punto de la ciudad donde coincidieran los federales y los locales aparecía el riesgo de balazos.

Por lo tanto, se instrumentó un “sabio” arreglo. Se dividió a la ciudad con una línea imaginaria, confinando a cada corporación a una mitad territorial. De la avenida Fray Servando para el sur sería tierra de la PGJDF y de esa misma hacia el norte sería zona exclusiva de la PGR.

El resultado no se hizo esperar. En el sur, donde no entraban los federales, sentó sus reales el delito federal. Y en la zona norte, donde no entraban los del DF, se hizo dueño el delito local. Llegó a tal grado la descomposición que, en la explanada de la Procuraduría capitalina, entonces ubicada en Niños Héroes y Doctor Lavista, se vendían drogas a la vista de todos. Y en la glorieta de Reforma y Violeta, donde se encontraba la PGR, se instaló un tianguis de automóviles robados.

Todo esto podrá parecer divertido, pero se trata de un drama que coincide, en tiempos, con el inicio de la descomposición de la seguridad en el Distrito Federal.

Años después, en tierras veracruzanas, se enfrentarían fuerzas militares con judiciales federales. El saldo mortuorio dejó una herida que algunos dicen que aún no cicatriza del todo.

Por todo eso, hoy exigimos un sistema que sea conocedor para que no lo engañen, leal con el fin de que no lo seduzcan, honesto con miras a que no lo compren, valiente para que no lo asusten, respetado con el fin de que no lo ataquen, inteligente con miras a que no lo confundan y justo para que no lo muevan.

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