Vivir a pesar de la vida

\"daylife2\" (El Espectador).- Isabel Miranda de Wallace buscó a sus hijos secuestrados hasta que llevó a la cárcel a sus captores; Rosemary Dillard perdió a su marido en el ataque del 11 de septiembre y busca desde entonces que se haga justicia con los responsables. Crónicas de dos sobrevivientes que persiguen respuestas.

La historia que nunca acaba

No importa cuántas veces lo cuente, Rosemary Dillard siempre vuelve sentir que Eddie, su esposo, no se subió al avión esa mañana de septiembre. Fue esa, al fin de cuentas, la misma sensación que la sobrecogió durante algunos minutos, cuando vio, en la oficina de American Airlines de Virginia,  donde trabajaba, cómo el vuelo de United Airlines y luego el de su propia compañía se incrustaban contra los dos edificios.

Luego llegaron a informarle:

–Perdimos a uno de los nuestros, se estrelló contra el Pentágono, parece que es el American77- le dijo entonces, conmocionado, uno de sus empleados.

–No, no puede ser posible–, refutó Rosemary. –El accidente fue en las Torres Gemelas, y yo acabo de subir a Eddie en el American 77–…

Desde ese momento, Rosemary se vio condenada, sin que por semanas pudiera evitarlo, a repetir una  y otra vez en su cabeza la muerte de su marido. En las llamadas de consuelo, en la búsqueda de los periodistas, en la imagen tortuosa del costado humeante del edificio del Pentágono que se repetía en las pantallas de televisión y en las tapas de los periódicos, fue la muerte más larga que alguien pueda imaginar. “Y entre tanto yo intentaba seguir con la vida”, dice enronqueciendo entre el llanto, “organizarlo todo, sin detenerme, sabiendo igual que en casa no estaba ese que siempre fue mi soporte”.
Luego vino la calma, con ella la ausencia, el dolor y la rabia. Y en esa soledad, no hubo mejor consuelo que escuchar a otros que habían perdido a los suyos en ese mismo avión de American Airlines, donde, además, murieron cuatro azafatas que estaban a su mando. Empezó a participar de este grupo en Virginia, y desde entonces, no ha dejado de contar su historia: a familiares y conocidos, ante la Comisión de la Verdad instaurada por el Congreso de los Estados Unidos, y a periodistas de todo perfil, a quienes nunca les niega su relato.

“Una vez, durante las audiencias en el Congreso, me abordó un periodista. Yo hablé duro en aquella ocasión: sobre la necesidad de que los responsables en el gobierno asumieran su responsabilidad y pagaran por ello”. Cuando acabó la entrevista la hicieron firmar un papel.  Ahí comprendió que la cámara para la que había hablado era enviada por el  documentalista Michael Moore, quien a distancia ensamblaba el documental Farenheit 911.

Pero ni para Michael Moore ni para la Comisión de la Verdad tiene Dillard un buen pensamiento. “Fui violada”, dice, cuando se refiere al reconocido documentalista, “Moore es una persona que se aprovecha del dolor de las víctimas para distorsionar y dar su propia versión de las cosas”. ¿Y la comisión? Tras meses de ver desfilar a Condoleezza Rice, a Donald Rumsfeld, y la larga cola de funcionarios de la primera administración de George Bush, esta viuda de Septiembre 11 está convencida de que nadie dijo toda la verdad, y “que los responsables no obtuvieron su merecido”.

¿Quiénes deberían ser castigados?, le preguntan. Y Rosemary, suave y con dulzura, juega con sus ojos mientras busca la respuesta. Se lanza a decirlo y para. Vuelve y piensa, lo tiene, y vuelve y se le escapa. No hay nombres. Y concluye: “Fue culpa de todos: fallamos en protegernos a nosotros mismos”.

Cuestión de método

Organizada y rigurosa, Isabel Miranda de Wallace no arrancaba el día sin llamar a su hijo Hugo Alberto. Era como un toque de campana que comenzaba con un saludo cariñoso y terminaba siempre en un “te amo”. Luego se venía el día y su rutina, organizando las clases que impartía  en una escuela del D.F, y que ocasionalmente Hugo, de 34 años, interrumpía, para cumplir con el ritual de tocar base y cerrar siempre con la misma frase cariñosa.

Hasta  que el 12 de julio de 2005, su hijo no contestó. Isabel cuenta la historia con tanta tranquilidad, que se hace a veces difícil adivinar el dolor que alimenta su relato. Mientras habla, en la víspera de inaugurarse en Medellín el V Congreso Internacional de Víctimas, recibe llamadas de su hija y su nieta desde México; no la querían dejar venir a Colombia, reconoce sonriendo con dejo de abuela comprensiva: “decían que me podía salir un narcotraficante de cualquier esquina”.

Pero Isabel tenía que venir a Medellín, asegura. Tenía, porque desde que su hijo fue secuestrado esa mañana, hace cuatro años, una fuerza inconmensurable le ha dado tanto aliento que en seis meses pudo dio con el paradero de sus secuestradores y logró que cinco de ellos  estén hoy en la cárcel. Ahora, solo falta encontrar el sitio donde habrían enterrado los restos de Hugo Alberto y además dar con el último miembro de la banda criminal. Pero esta semana, de paso por Colombia, asegura que vino a contar su historia y “mostrarle a la gente que hay salidas, que se pueden hacer las cosas diferentes”.

Isabel se entrega a su relato, sin perder nunca la suavidad, pero con una intensidad vertiginosa que pareciera emanar del mismo rincón del que ha sacado fuerza durante estos años. ¿Por qué arrancó esta persecución sin fin? A los pocos días del secuestro de Hugo Alberto, y cuando ya entraba en contacto con la banda que la chantajeaba y le cobraba una suma millonaria, los criminales le reprocharan el que estuviera teniendo contactos con la policía. “Era evidente”, dedujo entonces la señora de Wallace, alguien en la policía estaba involucrado, como parece ser norma y no excepción por estos días.

Sin confianza en la policía, no tuvo de otra que asumir la búsqueda por sí misma. Y basada en la intuición y el mismo sentido de

método que había aplicado en la docencia, estableció un plan de rastreo basado en los registros telefónicos de su hijo, las versiones de sus conocidos, las señales de las torres de telefonía celular y el seguimiento a los sospechosos. Se hizo pasar por terceros, usó disfraces, hizo vigilancia, viajó a varios pueblos, entre ellos Guadalajara, y en cuestión de seis meses, con el apoyo paciente y –no exento de censura—de Enrique Wallace, su esposo, y otros miembros de la familia, logró identificar, encontrar y capturar, a Cesar Freyre Morales, su compañera, Juan Hilda González, y a otros tres miembros de la banda que se llevó a Hugo Alberto.

Gracias a sus investigaciones, y a las confesiones de los capturados, Isabel descubrió que una semana antes del secuestro, su hijo había conocido a Juana Hilda, quien sirvió de carnada. Bastó que Hugo y la mujer acordaran ir a cine, para que la banda actuara coordinadamente. Esa misma noche, lo mataron, y descuartizaron. De eso se entero Isabel en febrero de 2006, cuando a penas celebraba haber metido a Juana Hilda tras las rejas.

Hoy Isabel quiere hablar. No solo para denunciar sistemáticamente “la incapacidad de las autoridades”. También, para dar con el paradero del último de la banda, Jacobo Tagle Dobin, quien actualmente se refugia en Israel y, sobre todo, averiguar dónde fueron depositados los restos de su hijo. Mientras esto no suceda, la búsqueda sigue, incluso en medio de un Seminario en donde se ha robado todas las miradas, las grabadoras y las cámaras. “
Porque aunque el dolor permanece, queda el consuelo de que esta gente no está libre para hacer más daño”. Y entonces una sonrisa decorosa aparece en su rostro.

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